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Pensamientos espontáneos que se nos pasan por la cabeza, ideas que van cobrando fuerza a medida que se mueve el sector o nuevas formas de ver el medio.

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De un apagón, un cuento.

29 de abril de 2025 — Escribe: Marga

    Eran las 12.33 del lunes 28 de abril.

    En la redacción de un periódico cualquiera, los reporteros están hasta arriba. ¡Es un lunes muy lunes! Justo cuando, por fin, Marta, redactora de Local, ha recibido la confirmación que necesitaba para terminar una noticia urgente, ¡PUM! ¡Se le apaga el ordenador! “¿Le ha dado con el pie el cable?” Se pregunta. Pero cuando ve la cara de estupor de sus tres compañeros de mesa, sabe que algo más ha pasado. Sin dudarlo, Marta enciende el transistor a pilas que le regaló su abuela Pura hace unos años porque “hija, es que vosotros sois muy modernos, pero a veces vuestras cosas fallan”. “Gracias, abu”, dice al cielo.

    En ese momento, Marcos, el redactor jefe, se dirige a la mesa de Marta como una exhalación. “Chicos: apagón a nivel peninsular, y parece que en Portugal y Francia también. Dejad lo que estuvierais haciendo, y arremangaos, que hoy nos centramos en esto”. Marta levanta el teléfono fijo para comenzar sus pesquisas, pero… ¡no va! Por suerte, los datos aún le dieron para funcionar un par de horas, tiempo que ésta aprovechó para llamar a compañeros de Canarias y otros países de Europa para que le echaran una mano. ¿Y el resto del día qué hizo? Pues lo que se ha hecho siempre antes de tener internet. ¡Salir a investigar a la calle!

    Al pasar por la puerta de la estación de metro, Marta ve cómo se va desalojando, con calma pero apremiando, a las personas que habían quedado atrapadas en los vagones. Pensó que tenía mucha suerte de no estar entre ellas. Y luego se acordó de que su madre vivía en un 7º. ¿Y si se había quedado atrapada en el ascensor? Ese pensamiento le angustió muchísimo. Tanto, que decidió hacer una pequeña parada en su portal, que le pillaba de camino, para asegurarse de que todo iba bien. Tras oír la tranquila voz de María Jesús, su madre, por el porterillo, continuó con su día. Siguiente parada: hospital central.

    En el principal centro hospitalario de su ciudad, la situación parecía estar controlada. No había pasado ni una hora desde el apagón, y fuera de que se tuvieron que reprogramar determinadas cirugías, pruebas diagnósticas y consultas, no reinaba el caos, cómo en un momento dado pensó que podría pasar. “Tenemos generadores de gran capacidad”, le explicaron en el centro, “y eso permite que las urgencias y las unidades críticas sigan funcionando con normalidad”. Eso sí, “la recomendación es que se desconecte todo lo no prioritario, porque no se sabe cuánto va a durar la cosa”. Para escribir su noticia, Marta volvió a casa de su madre, -tuvo que subir, eso sí, los siete pisos a pie- para, desde allí, llamar ¡por teléfono heraldo, claro! a la redacción de Tenerife y dictar la noticia, a su compañera y amiga Atteneri. “Firmamos las dos juntas, ¿eh? Que lo mío también es curro”, le guiñó Atteneri a Marta como si ésta pudiera verla.

    El día de Marta continuó de un lado a otro: tiendas de comestibles, central de transportes, aeropuerto, plazas llenas de vecinos que ¡milagro! ¡Se hablaban los unos con los otros! ¡En persona! “¿A ver si ahora va a resultar que no tener internet no es tan malo?” Pensó. “Déjate de cuentos, Marta” le dijo el recuerdo de su abuela Pura, que eran tan apocalíptica como integrada, “que si hubieras tenido wifi, ya habrías terminado el trabajo”.

    Llega la medianoche, y una agotada Marta, que aunque sigue sin internet, ha podido tirar del generador de emergencia de su periódico, llega a casa dispuesta a tirarse en plancha en el sofá, y lo que surja, cuando lo avasalla, en el portal su vecino Frankie. “¿Tienes datos?” le pregunta con los ojos inyectados en sangre”. Marta niega con la cabeza en silencio y observa, con pavor, el derrumbe de Frankie. Entre hipidos, éste le cuenta su drama. Resulta que Frankie, foodie de afición, e influencer de profesión, -¿o era al revés?-, estaba, justo a las 12:30, preparándose para fotografiar su copioso (aunque fit) brunch rico en fibras, proteínas, antioxidantes, isoflavonas y cosas, cuando… ¡PLUF! Internet down! “¿Qué ha pasado?” Fastidiado, ya que su ring light tampoco parecía estar respondiendo, Frankie se acercó a la entrada de su coqueto pisito en el que apenas cabía él y su desayuno para comprobar que… ¿qué? “¡Todos los plomos están levantados! ¿Por qué no hay luz entonces?” Se preguntó. Y continuó pensando que… “Si nadie ve mi desayuno en stories… ¿lo he desayunado de verdad?”. “Y claro”, le dice a Marta, “ahora más que disgusto lo que tengo es hambre”.

    Derrengada, Marta se va a la cama sin hacer su rutina de belleza coreana, ¡impensable en ella! no sin antes comprobar, que sigue sin luz y sin internet. A las 3:00am, de pronto, una luz cegadora la despierta. A punto de confesar todos los pecados que no sabe que ha cometido, se da cuenta de que, ¡es la luz de su lámpara de lectura! La dejó encendida sin querer, y ahora la está sometiendo a un tercer grado. Riendo para sí misma, la apaga y comprueba, en su teléfono, que internet también ha vuelto. Pero los 340.980 mensajes de WhatsApp sin leer, y el búho de Duolingo exigiéndole su lección diaria de japonés tendrán que esperar hasta que su propia luz vuelva a encenderse. De momento y hasta nuevo aviso, Marta, vuelve a Modo Avión.

    Marta es sólo un ejemplo, claro (y ficticio). Pero cada uno de nosotros vivimos nuestra propia historia ayer. Una historia que muchos recordaremos como el apagón en el que “me tuve que abrir una lata de calamares porque no tenía cómo calentarme el pollo”, o en el que “tardé dos horas y media en volver a casa”, pero, sobre todo, como, el día en que “estuve más de diez horas sin poder saber si las personas a las que quiero estaban bien, o no”. Es cierto que también nos sirvió para descansar la cabeza un poco, que nunca viene mal. Pero lo que es indiscutible es que, sin comunicación, todo se hace más duro.

    Al final siempre se encuentra la forma, claro: palomas mensajeras, señales de humo, tambores tribales, o sí, llamar al porterillo de toda la vida. Pero saber lo que está pasando y comunicarnos entre nosotros, sobre todo en momentos de crisis, es fundamental para vivir tranquilos. Y para saber que no estamos solos. Comunicar y comunicarnos es lo que nos hace humanos. Y por eso, a nosotros, nos encanta hacerlo, siempre. Hasta cuando no tenemos internet para enviar el contenido de forma inmediata.

    Hemos cambiado. Esto es así. Antes la evolución humana se traducía en que un hueso desaparecía cuando era inútil para nuestra supervivencia, y ahora, la comunicación ha pasado a ser un básico esencial en nuestras vidas. Así que, de momento, y mientras la electricidad siga rulando, estaremos en nuestra versión actual. Peeeero, visto lo visto, igual mejor no tiremos los bolis BIC, no vaya a ser que nos toque rebobinar la vida.