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Vas por ahí, ves algo por el rabillo del ojo, lo recuerdas al llegar a casa y eso te lleva a una idea, o a material para un proyecto, o a mirar un concepto de otra forma. Esto va sobre la invasión aleatoria de la cultura en el diseño y cómo eso nos inspira.

Hablemos
relato 48 clavos

Cura de literatura: 48 clavos

— Escribe: Marta

Aquel era el baúl más antiguo que existía, de eso estaba segura. Era tan antiguo que dudaba que el tipo de madera del que estaba fabricado siguiera exisitiendo. Los recuerdos de los años y las vivencias que habían ocurrido alrededor de aquel baúl eran prueba inerte de la velocidad a la que corría el tiempo.

Cuando Daniel dejó aquella baratija sobre el mostrador del anticuario, Sofía pensó que estaba de broma. Le faltaban trozos de madera, tenía listones de hierro comidos por el óxido, literalmente en trozos inexistentes. Era como si el paso del tiempo le hubiera ido dando bocados a este objeto solo por el hecho de seguir existiendo a pesar de los años. Lo realmente fascinante de lo que tenía ante ella era que, de verdad, existiera aún.

Ella no acostumbraba a impresionarse por lo que le traían, porque a veces eran verdaderos horrores y el mismo tiempo que le había quitado el lustre a los objetos que ella restauraba también le había enseñado a ejecutar sin preguntarse por qué. Treinta años recuperando objetos de personas a las que, en su mayor parte, solo movía la codicia. En esos años, en los que su pequeña tienda de Calle Carretería también había sobrevivido, el aprendizaje iba unido a la supervivencia.

Pero este baúl… Este baúl no era como los demás objetos en los que había trabajado antes. Volver a tapizar un sillón orejero, recuperar la pata a una mesita de café, arreglar la vidriera de tal reloj de mi tatarabuela… Todo eso era mecánico, fácil, y a veces un poco retador. Pero ¿arreglar un baúl comido por la carcoma, el óxido y vete tú a saber qué clase de bichos? Oh no, eso sí que no.

– A cualquier coste, Sofía. Quiero que recupere el esplendor que en su día tuvo que tener, cueste lo que cueste – le había dicho Daniel. Ella había insistido en saber quién se lo había comprado y a qué precio, porque no iba a ser barato restaurar aquel desastre.

– Nadie, es para mi, he descubierto hace poco que le tengo mucho cariño.

¿He descubierto hace poco que le tengo mucho cariño? Daniel siempre había sido un tipo rarito, pero esa clase de declaraciones la seguían  perturbando.

Suspiró y se concentró en la ensalada de tomate y atún que tenía para almorzar. Había estado toda la mañana intentando descubrir alguna marca que le resultase conocida, un símbolo que identificase al constructor, una seña o una firma escondidas que revelasen que era obra de tal o cual carpintero de renombre de la época no sé cuántos con seguidores por todo el mundo inmensamente ricos y dispuestos a disputarse la pieza, por estropeada que estuviese. Y nada, el baúl era lo más convencional que se podía uno imaginar. Sofía suspiró de nuevo.

Apartando el almuerzo que apenas había tocado, decidió empezar a desmontar aquel cachivache. La alternativa era buscar por internet una tela prácticamente idéntica para forrar los asientos de unas sillas del siglo XVII. Un estampado horrible que querían recuperar. Sofía tenía su casa decorada con fríos e impersonales muebles de Ikea, por si quedaba alguna duda. A pesar del estado en el que, a primera vista, se encontrada el baúl, las uniones se mantenían firmes y parecía seguir pudiendo cumplir su función igual que cuando lo crearon, siendo el guardián de las pertenencias de alguien.

Estuvo un buen rato desmontando el cerrojo, mejor ajustado de lo que pensaba, hasta que pudo abrir el baúl. Dentro no estaba vacío, para su sorpresa. Diferentes telas de textura suave y colores brillantes se mantenían intactas en tu interior. Pequeñas y preciosas flores azules y malvas sobre seda blanca, seda roja con bordados amarillos y verdes, suave hilo azul con flecos blancos. Cuadrados de tela que Sofía no sabía si identificar como mantones o como manteles. Todos en perfecto estado. Al fondo, bajo las telas, había una pequeña caja llena de botones dorados, de bronce, nacarados, negros y brillantes. La caja era de la misma madera que la del baúl, o al menos así lo parecía en un principio, porque su aspecto no estaba deteriorado en absoluto: era madera oscura con vetas ligeramente más claras, brillante y pulida. Y nada más dentro del baúl. Absolutamente nada.

Por dentro, el baúl presentaba el mismo estado de desastre que en el exterior. ¿Cómo era posible que se hubieran mantenido esas telas y esa otra caja en perfectas condiciones en su interior? Aquello no tenía ningún sentido, y decidió llamar a Daniel para comunicarle lo que había encontrado en el interior antes de seguir avanzando.

– Hola, Daniel al habla. No estoy, o no quiero estar. Si es importante, deja un mensaje después del desagradable pitido que oirás.

– Ehm, esto, sí, hola Daniel. Soy Sofía, verás, es que trabajando en tu… en tu baúl he encontrado unos… unas… bueno, unas telas y… una caja… No estaba vacío, es lo que quiero decir. Y lo del interior pues, ehm, no necesita restauración. Yo… esto… No sé cómo proceder, así que llámame, por favor.

¿Y por qué estaba tan dubitativa? Rozó ligeramente con su dedo meñique la suave tela blanca con diminutas flores en tonos azules y malvas. No eran solo dos colores, era toda una gama de ellos en pequeñísimas flores elegantes que se distribuían, todas diferentes, a lo largo y ancho de aquel trozo de seda. La agarró con ambas manos y se la acercó a la cara, cuando le sobrevino una ¿visión? Puede que fuera eso, sí, cuando Sofía me lo contó no estaba muy segura. Recordó un salón  iluminado por enormes candelabros con velas, sujetados en las columnas que separaban enormes ventanales unos de otro en los dos lados más largos del rectángulo que conformaba la estancia. Recordó un olor a sudor, a vela aromática, a la lavanda fresca que estaba en los jarrones de las mesas pegadas a las paredes donde no había ventanales. Recordó una música, piano y violines y otros instrumentos de cuerda, sonando armónicamente junto a unos murmullos, esos susurros de conversaciones agradables y respetables. Diálogos contenidos.

Sofía separó la tela de su cara y perdió la mirada en el frente. ¿Qué había sido eso? Pensó que se había quedado dormida, que la conversación de la noche anterior hasta las tantas no había sido buena idea desde el principio. Cuando miró la hora, eran las once menos veinte de la noche y no se lo podía creer.

El móvil sonó sobre la mesa con un ruido extraño a pesar de ser la melodía de siempre. Apartando ese pensamiento de que la música no casaba con su forma de sentir, cogió el móvil y contestó con un rápido «Sí», sin mirar siquiera de quién se trataba.

– Me has dejado un mensaje Sofía, ¿todo bien?

–  Ah, hola Daniel, sí, es que, ehm… ¿Has escuchado el mensaje? – De nuevo, dubitativa.

– Sí, te llamo por eso. Sonabas rara, ¿tan grave es lo que has encontrado?

– Ya no, oh, bueno, telas en sorprendente buen estado de conservación, una caja de botones, no sé. Es extraño que todo estuviera tan bien ahí dentro a
pesar del estado del baúl. La verdad es que no sé cómo proceder.

– Ah, ya, bueno. ¿Te dicen algo las telas?

– ¿Decirme? Pues, Daniel, así a primera vista son tejidos antiguos por cómo están confeccionados pero su valor deberíamos tasarlo con…

– No, no me refería a su valor. Es más bien,… No sé cómo explicarlo…

– Quizás es mejor que vengas a verlas antes de que continúe…

– Me acerco a la tienda en un salto, claro.

– ¿Seguro? Son casi las once de la noche.

– Seguro, vivo cerca, ya lo sabes. Dame quince minutos.

Daniel le colgó el teléfono y todo tuvo aún menos sentido en la cabeza de Sofía. Aún miró de nuevo el baúl, vio que la tapa descolgada hacia atrás era
tremendamente gruesa. Demasiado gruesa. ¿Sería un doble fondo? Acuciada por la curiosidad, se acercó al baúl y todo el reborde rugoso y astillado con cuidado. Encontró una pequeña ranura, ¡bingo! Con una lupa, buscó en la parte interior de la tapa cómo estaba anclado esa falsa cubierta. 48 clavos necesitó el carpintero original, pequeños clavos diminutos, para anclar ese doble fondo. Era muy tarde para empezar ese proceso, pero igualmente lo hizo.

Uno a uno, fue retirando con cuidado de no romperlos todos esos clavos para ver qué ocultaba aquel fondo. Cuando terminó de despegarlo, un sobre de un blanco impoluto cayó, ondeando de una forma muy surrealista hasta acabar en el suelo. Al mismo tiempo que caía, sonó la campanita de la puerta de la tienda porque, abstraída, no había ni siquiera cerrado. Pero había unas letras garabateadas en el sobre que ocuparon toda su atención desde que el sobre comenzó a caer. Unas letras que no reconocía en absoluto, unas letras que le recordaban cosas agradables. Era la primera vez que veía esa caligrafía y también era la vez número dos millones.

Desde el quicio de la puerta de la trastienda, una figura la observaba mientras ella observaba el sobre aún en el suelo.

– No sé cuántos años llevo esperando a que encontraras esa carta sin saber siquiera que existía… – le dijo Daniel. Y luego Sofía lo miró de vuelta.

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– ¡Sigue, mamá!

– Después la abuela… Bueno, es hora de dormir. Suficiente información por hoy.

– ¡Pero mamá, cuéntanos qué decía la carta!

– Bueno, puede que lo haga, pero será mañana. Ahora toca dormir, Sofía.

Relato escrito por Marta Lanzas presentado a Relato48, un concurso de redacción literaria impulsado por la editorial Ex Libric y Cálamo&Cran.

Ilustración de Sandriwi López.